Un día, el amor tocó la puerta con bastante fuerza que logró ser escuchado, y como estaba entreabierta, se metió hasta la cocina, recorriendo todos los espacios, dejando huellas a su paso.
Ya elevando el nivel de confianza, el amor hacia lo que quería, lo que le daba la gana, ¡hasta milagros! cantaba, reía, gozaba de alegría, como si fuera su propia casa…
Hasta que un día, aprovechándose de la emoción, el amor fue demás de abusón, pues empezó a coquetear con la traición, entonces apareció el odio enfurecido, la injusticia y la impotencia, defensoras y consejeras incondicionales, también mostraban su carácter; como el amor hacia de las suyas, el odio no quiso
quedarse atrás, cuando descubría día a día que el amor no la quería hasta que perdió la razón.
El amor, descontrolado y con miedo, empezó a desapartarse y a destruir en instantes todo aquello tan bello que, poco a poco, había construido, pero como se fue con la traición por otro tipo de intereses, el odio los descubrió algún día y optó por enfurecerse, comenzando a reclamar, a juzgar, a bloquearse, a señalar todo
aquello que no le parecía, a tal grado de llegar al extremo de herir tanto al amor, lastimándolo sin control hasta dejarlo casi muerto…
Tiempo después, apareció el perdón como el mejor antídoto para curar las heridas del amor, y también del odio; la traición, se dio cuenta que el amor no era para ella, que entre el amor y el odio habría una línea muy estrecha y sólo con el perdón serían felices para siempre porque encontrarían al fin la paz eterna…
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