Imagine por un momento ¿qué cree que hubiera pasado por su mente si su mamá o papá le hubiesen pedido que ya no les obedezcan? Un poco de titubeo y desnudez, ¿quizás?
Desde mi generación para atrás hemos cultivado un sistema de relaciones con nuestros hijos e hijas que no necesariamente ha sido la mejor y hasta cierto punto la hemos ejercido en automático. Creo que vale la pena re-visitarla. Venga, le invito.
Debo decir que le escribo desde la experiencia personal, desde un espacio de apertura de consciencia y de darme cuenta de los condicionamientos en los que me muevo en la cotidianeidad. Escribo también desde una mente curiosa, que ha dedicado tiempo a leer y entender sobre crianza, pero también a romper el guión (a desobedecerlo) y a atreverse a construir nuevos paradigmas en la relación con mis críos. Escribo, igualmente, desde la observación de mí misma, pero también de quienes conviven conmigo y comparten sus vivencias.
He de ser muy franca y advertirle que no soy especialista. Con ello pretendo desafiar también una obligación que hemos impuesto a quién se atreve a escribir públicamente y es que, quien escribe, debe restringir su opinión si y sólo si, hacia temas que domina, que estudia, en los que se certifica, que le son válidos. Reprobamos el atrevimiento a la exploración y asentamos así, la exclusividad del pensamiento en el conocimiento especializado y validado, pero hoy pretendo poner en disputa tal exigencia e invitarle, querido lector, lectora, a hurgar en usted misma la posibilidad de tener un talento oculto hacia la palabra escrita. Anímese.
Para ponernos en contexto en el tema de hoy, quiero hacer referencia a la Dra. Tsabari Shefali, doctora en psicología clínica con más de dos décadas de trabajo profesional con padres y madres, autora de varios libros sobre dinámicas familiares y desarrollo personal.
La Dra. Shefali, ha hecho una fuerte crítica hacia la idea de que a nuestros hijos e hijas hay que “arreglarlos”, como si estuvieran rotos, o torcidos; hay que llevarlos al éxito y a conseguir su felicidad; habremos de hacerles ver los ‘sacrificios’ que hacemos hacia ellos, para asegurarnos su lealtad y de alguna forma les hagamos saber que ‘nos deben algo’. Y que es nuestro deber marcarles el camino que han de recorrer y controlar sus vidas.
Lo sé, estamos pensando que nosotros no somos así. Yo solo quiero lo mejor para mis hijos. Se que usted también quiere lo mejor para los suyos, partimos del amor, de desear su éxito y felicidad, pero también de miedos, de dolor y condicionamientos y eso nos quita libertad y limita relacionarnos con ellos y ellas de una forma más edificante, consciente y presente.
He aceptado la invitación de la especialista para deconstruir la idea de que nuestros hijos e hijas vienen a este mundo en un estado “puro” como si fueran una bella canasta vacía que hay que llenar de conocimientos, de creencias, de hábitos, de propósitos, de dogmas y si no somos suficientemente hábiles -y humildes- para identificar que ya la tienen, hasta de construirles una personalidad. Y así, nos desgastamos y se nos va la vida ‘apropiándonos y domesticando’ a personas que ya vienen bastante equipadas para la vida. Lo se, puede hacerle corto circuito lo que comento, pero si pausamos y observamos, estoy segura de que lo podremos ver. A veces toma tiempo.
Por supuesto que tenemos que ejercer la obligación de protegerlos y apoyarles a construir las herramientas que necesitan para la supervivencia en este mundo. No estoy sugiriendo una vida salvaje, ni que evada sus responsabilidades para satisfacer las necesidades y derechos de sus hijos, pero creo que no advertimos que no les estamos ayudando a descubrir su autenticidad y nos aferramos a lo conocido, al control y a las instituciones.
Me refiero a la institución del éxito, a la institución de la felicidad, a la institución de la maternidad y otras más que la Dra. Shefali describe -y desafía- en sus libros y que me ha provocado unas buenas sesiones de reflexión, observación y consciencia.
Desde que nos proponemos ser madres, o padres, vamos construyendo el guión perfecto para nuestros hijos e hijas: su trayectoria educativa, deportiva, amorosa. Así nos desgastemos en el camino, el plan está trazado y les conviene obedecerlo. En lugar de acompañarlos a descubrir los suyos, los vamos convirtiendo en un apéndice de nuestros deseos y aspiraciones y como ella dice, se convierten en “hijos trofeo”: lo que nosotros no pudimos lograr en nuestra vida, ellos los habrán de hacer y para ello tenemos un aprehensivo plan. Serán los mejores deportistas, estarán en los primeros lugares y con ello ganarán becas estudiantiles. Por ello justificamos mantenerles ocupadas las agendas con entrenamientos y competencias; no perdonamos fines de semana, ni días inhábiles, no existe el significado de vacaciones.
Su trayectoria estudiantil está también trazada hasta por lo menos, la carrera universitaria. Partimos del temor al fracaso y a las dificultades económicas; queremos para ellos y ellas una vida holgada como deseo auténtico y asociamos el éxito al tamaño de su nómina. Con ello, nos obsesionamos a veces con una impecable boleta de calificaciones y presencia constante en el cuadro de honor. Toleramos poco la ‘mediocridad’, exigimos perfección y no advertimos el tremendo daño que les imponemos. Aquellos hijos que tienen modos de aprendizaje divergentes que no encajan con los sistemas establecidos les va muy mal. Ellos y ellas necesitan criadores más conscientes.
Rigor en los modales perfectos, no se paran de la silla hasta acabar el último bocado, deben comer rápido, pero sin avorazarse, usan los cubiertos con perfección, no hay manchas en la ropa, jamás harán un berrinche en público, no hablan con la boca llena y si se les escapa un eructo, reciben miradas fulminantes. Hay listados de reglas en las paredes de la cocina y amenazas en el carro antes de visitar un restaurante o de ir a la casa de las tías. Lo sé, no es su caso.
Si no son felices, no lo somos tampoco nosotros. Cuando hay tristeza, frustración o llanto nos es difícil tolerarlo y nos urgimos a repararlo. Creo que fallamos en comprender que la felicidad ya la traen consigo y que la ‘domesticación’ la apaga con bastante facilidad.
Le hago una última confesión. He pedido a mi hija de 17 años y a mi hijo de 7 que ya no me obedezcan. ¿Quiere conocer sus reacciones? A la mayor se le iluminó el rostro y se le escapó un “¡Oooh! ¡Que chidoooo!” pero enseguida se puso seria y dijo “pero creo que lo vamos a lamentar después”. Mi hijo menor se puso mudo, casi podía ver el bombardeo de pensamientos en su hermosa mente. Después de horas me dijo: “no sé, mamá, es que ‘el que obedece no se equivoca’”. Tremendas respuestas para reflexionar.
Mi invitación es a pausar y estar más presentes con sus hijos e hijas. Escuche, observe, cuestione, intente despojarse de sus propios filtros, guiones y condicionamientos. Aprendamos a acompañarlos en el descubrimiento de su propia autenticidad. Quizás para ello tendrá que tomar la decisión de abrirse espacio en su agenda, liberarse del necio ruido mental y a lo mejor empezar por estar más presente para usted misma/o, conocer su propia autenticidad, escucharse, observarse y ¿porque no? atreverse a desobedecer.
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